martes, 16 de julio de 2013

DEL NAUTILUS AL CRYSTAL PALACE, EL GRAN INVERNADERO GLOBAL.
por C. García.


El submarino Nautilus es el escenario central que ambienta la trama de la novela de Julio Verne  Veinte mil leguas de viaje submarino, de 1871. Su comandante, el misterioso capitán Nemo, un ingeniero de cultura enciclopédica, lo había proyectado a modo de refugio y cápsula protectora con la que iniciaría su particular huída del mundo. De origen hindú, la misantropía del capitán se alimenta del odio hacia Inglaterra, que ha esclavizado a su pueblo y asesinado a su familia. Proyecta su fuga en base a la fabricación de un submarino ideal, con el que surcará los mares en expedición científica y justiciera, liberará a pueblos sometidos y destruirá cualquier símbolo vinculado con la Pérfida Albión a su paso. La construcción de la máquina es muy sofisticada, encarga sus piezas de metal y cristal a fábricas y astilleros localizados en diferentes partes del mundo con una intención clara: no levantar sospechas. Su tripulación, de diverso origen en una suerte de torre de babel, le guarda lealtad absoluta.

-¡Señor profesor! -replicó vivamente el comandante Nemo- ¡yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado! He roto con la sociedad entera, por razones que sólo a mí compete apreciar. No estoy sometido, por tanto, a ninguna de sus reglas, y le exhorto que no las invoque jamás ante mí (...) El mar no pertenece a los déspotas.  (...)  a treinta pies bajo su nivel, su poder cesa, su influencia se extingue, su dominio desaparece. ¡Ah! Amigo mío, ¡viva usted en el seno de los mares! ¡En él únicamente existe la independencia! ¡En él no reconozco señores! ¡Soy libre!



De gran sofisticación técnica, el submarino Nautilus contaba con adelantos científicos avanzados a su tiempo, rasgo que atravesará la personal narrativa de Verne a lo largo de su dilatada obra. Julio Verne (1828-1905) nació en la Francia heredera del espíritu romántico y desde muy temprana edad manifestó una curiosidad enfermiza por los asuntos científicos, además de ser un lector voraz de poesía.
La segunda mitad del siglo XIX está marcada por el optimismo y la fe en la ciencia como sinónimo de progreso, lo que unido a la tradición orientalista que existía en Francia expresada en el gusto exótico de las fantasías de Eugene Delacroix y las lánguidas mujeres de los harenes de los óleos de Jean Auguste Ingres, hacen que este optimismo tecnológico quede velado por una épica simbolista, en una eterna búsqueda de aquellos paraísos artificiales que idealizara coetáneamente Baudelaire. No es extraño que este contexto sociocultural diera paso a una embrionaria literatura de ciencia ficción, de la cual Julio Verne es considerado padre universal.  

Durante la segunda mitad del siglo XIX se produce, en Europa, un rápido crecimiento económico ligado al avance de la industrialización y el progreso técnico que intensificará el intercambio comercial, un optimista escenario fruto de la consolidación en el poder de la burguesía. En este contexto de expansión comercial surgen las Exposiciones, que durante toda la primera mitad del siglo fueron nacionales, debido a que casi todos los países europeos obstaculizaban el  intercambio internacional como medida de protección de los incipientes comercios locales. El primer país en romper las barreras aduaneras sería Francia, donde las nuevas posibilidades de interacción con el comercio extranjero se reflejan en las Exposiciones Universales

No obstante, la primera Exposición Universal tiene lugar en Londres en 1851. Se elige como sede Hyde Park y el Crystal Palace es el innovador edificio que acogerá la muestra.
La importancia del Palacio de Cristal no se debe a la solución de importantes problemas estructurales, ni tampoco a la novedad de los procesos de prefabricación y a sus precisos detalles técnicos, sino a la nueva relación que se establece entre los medios técnicos y las finalidades representativas y expresivas del edificio. Las descripciones contemporáneas insisten en la impresión de irrealidad y de espacio indefinido, la sensación atmósferica de la arquitectura es definida por primera vez.

El edificio es obra de Joseph Paxton (1803-1865), constructor de invernaderos y experto en jardinería. Sin duda la ausencia de preocupaciones monumentales de Paxton frente a los arquitectos de la época y las severas limitaciones económicas a las que fue sometida la contrata fueron factores decisivos en el original resultado final.






La longitud total del edificio era superior a 550 metros, frente a la estrecha anchura de 21,5 m. de la nave principal. La composición del volumen, fundada en la repetición de un motivo simple, puede parecerse aparentemente a los modelos de la tradición neoclásica, pero en cambio existe un aspecto novedoso que cambiará para siempre los consolidados modos tradicionales de la arquitectura. Así, las relaciones  entre elementos y las dimensiones adoptadas dan como resultado una impresión atmosférica del edificio, una extensión indefinida no abarcable con la mirada, eliminándose la percepción de objeto unitario y concluido.
La arquitectura se confunde con la luz en una extensión indefinida y de alguna manera el contenedor desaparece para dar protagonismo al contenido: el interior se califica de manera siempre mutable por los objetos expuestos y las personas que lo visitan. La piel exterior, compuesta exclusivamente de hierro y vidrio, configura una nueva relación exterior-interior desconocida hasta entonces.

El Palacio de Cristal británico se convirtió en un símbolo popular de la modernidad, consiguiendo la  aceptación mayoritaria de la sociedad de la época, pero también críticas célebres como la de Fiódor Dostoyevski en Memorias del subsuelo (1864), una especie de crónica de la marginalidad del antihéroe, que se refiere a la indeseable armonía artificial que simboliza el Palacio de Cristal, frente al caos y la destrucción innatos a la condición humana.



Una armonía artificial cristalizada en el edificio que abrió la puerta a la modernidad en la segunda mitad del siglo XIX y que ha servido también de metáfora contemporánea de la sociedad occidental.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk asimila la construcción del Crystal Palace con la esfera protectora de nuestras ciudades climatizadas e higiénicas hasta la extenuación. La sociedad occidental ha desplazado el mundo metafísico de los primeros modernos por un gran espacio interior ligado al poder adquisitivo.
Nuestro primer mundo quisiera refugiarse en un gran palacio de cristal, una cápsula defensora como lo fuera el submarino Nautilus, pero con una lectura claramente inversa. Si en la novela de Julio Verne, era el individuo en su misantropía el que se protegía de la corrompida sociedad burguesa, en el planteamiento de Sloterdijk la metáfora del gigante invernadero británico resguarda a la sociedad occidental de un peligro exterior, la amenaza de los otros, un enemigo marginal e idealizado. Este enemigo es la periferia, todo lo que queda fuera del sistema de privilegio refugiado en una atmósfera climatizada con energías fósiles y por tanto perecederas que pueden abastecer a un grupo de elegidos durante un tiempo cada vez más limitado.
El aquí y el ahora son la máxima de un primer mundo que se pone a salvo en su refugio de cristal, que observa a través de la piel transparente un afuera precario convertido en destino de una muy moralizante y tranquilizadora caridad y cuya finalidad es ser objeto de paseo turístico. La periferia está allí simplemente para recordarnos que en nuestro hábitat artificial la seguridad está garantizada y que es necesario proteger la estructura a cualquier precio. Un saqueo silencioso desde el palacio de cristal.

El capitalismo liberal encarna la voluntad de excluir el mundo exterior, de retirarse en un interior absoluto, confortable, decorado, suficientemente grande como para que no nos sintamos encerrados. Y este deseo se concreta en el palacio de cristal urbano, con sus calles peatonales y sus casas con aire acondicionado. Existe un antecedente a la visión de Sloterdijk en las galerías y calles comerciales del París de Walter Benjamin, en donde el régimen de Napoleón III expresó su verdadera naturaleza tratando de transformar el mundo interior en una especie de fantasmagoría: un gran salón abierto donde uno conecta con el exterior sin estar obligado a salir de casa. Para Benjamin, también ése era el fantasma burgués de base: querer disfrutar de la totalidad de los frutos del mundo sin tener que salir del refugio.

La transparencia del palacio genera la ilusión a los ciudadanos de la periferia de poder participar de su confort y seguridad. El palacio se hace desear, se propone como ideal de desarrollo para los perdedores de la Historia ocultando las fronteras que los dividen, invisibilizando sus rigurosas medidas de control.
"En burbujas, esferas, incubadoras, invernaderos, donde el hombre se construye, se protege y cambia", así define Sloterdijk la localización del habitante del primer mundo, en una vida autoorganizada en espacios protegidos e inmunes.




Más de un siglo y medio después, la confianza en la tecnología sobre la que se asentó la narrativa de Julio Verne deja paso a una distopía, un escenario global en grave desequilibrio, en el que la burbuja del primer mundo empieza a mostrar inquietantes signos de quiebra. Es posible volver a imaginar una trayectoria distinta del devenir de los tiempos, una aplicación de la ciencia tan utópica como la que Verne se atrevió a imaginar, en la que el invernadero protector hubiera llegado hasta nuestros días de una forma verdaderamente global a los territorios, o tal vez, todo lo contrario.  


La luz se hizo tan rápidamente como se había extinguido, penetrando en el salón por dos aberturas oblongas practicadas en las paredes. Las masa líquidas aparecieron vivamente iluminadas por las efluencias eléctricas.  Dos placas de cristal nos separaban del mar. Sufrí un inesperado estremecimiento, a la idea de que aquella frágil pared podía romperse; pero estaba reforzada y sujeta por sólidas armaduras de cobre, que la mantenían y le daban una resistencia casi infinita (...). Pero en aquel medio fluído que recorría el Nautilus, el fulgor eléctrico se producía en el seno mismo de las ondas. Aquello, más bien que agua luminosa, era luz líquida.



[publicado en la edición en papel del nº 3 de la revista Jot Down, especial Julio Verne]

martes, 2 de julio de 2013

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