DEL NAUTILUS AL CRYSTAL PALACE, EL GRAN
INVERNADERO GLOBAL.
por C. García.
El submarino Nautilus es el
escenario central que ambienta la trama de la novela de Julio Verne Veinte mil leguas de viaje submarino,
de 1871. Su comandante, el misterioso capitán Nemo, un ingeniero de cultura
enciclopédica, lo había proyectado a modo de refugio y cápsula protectora con
la que iniciaría su particular huída del mundo. De origen hindú, la misantropía
del capitán se alimenta del odio hacia Inglaterra, que ha esclavizado a su
pueblo y asesinado a su familia. Proyecta su fuga en base a la fabricación de
un submarino ideal, con el que surcará los mares en expedición científica y
justiciera, liberará a pueblos sometidos y destruirá cualquier símbolo
vinculado con la Pérfida Albión a su paso. La construcción de la máquina
es muy sofisticada, encarga sus piezas de metal y cristal a fábricas y
astilleros localizados en diferentes partes del mundo con una intención clara:
no levantar sospechas. Su tripulación, de diverso origen en una suerte de torre
de babel, le guarda lealtad absoluta.
-¡Señor profesor! -replicó vivamente el comandante Nemo- ¡yo no
soy lo que usted llama un hombre civilizado! He roto con la sociedad entera,
por razones que sólo a mí compete apreciar. No estoy sometido, por tanto, a
ninguna de sus reglas, y le exhorto que no las invoque jamás ante mí (...) El
mar no pertenece a los déspotas. (...) a treinta pies bajo su nivel, su poder cesa,
su influencia se extingue, su dominio desaparece. ¡Ah! Amigo mío, ¡viva usted
en el seno de los mares! ¡En él únicamente existe la independencia! ¡En él no
reconozco señores! ¡Soy libre!
De gran sofisticación técnica, el
submarino Nautilus contaba con adelantos científicos avanzados a su
tiempo, rasgo que atravesará la personal narrativa de Verne a lo largo de su
dilatada obra. Julio Verne (1828-1905) nació en la Francia heredera del
espíritu romántico y desde muy temprana edad manifestó una curiosidad enfermiza
por los asuntos científicos, además de ser un lector voraz de poesía.
La segunda mitad del siglo XIX está
marcada por el optimismo y la fe en la ciencia como sinónimo de progreso, lo
que unido a la tradición orientalista que existía en Francia expresada en el
gusto exótico de las fantasías de Eugene Delacroix y las lánguidas mujeres de
los harenes de los óleos de Jean Auguste Ingres, hacen que este optimismo
tecnológico quede velado por una épica simbolista, en una eterna búsqueda de
aquellos paraísos artificiales que idealizara coetáneamente Baudelaire. No es
extraño que este contexto sociocultural diera paso a una embrionaria literatura
de ciencia ficción, de la cual Julio Verne es considerado padre universal.
Durante la segunda mitad del siglo XIX se
produce, en Europa, un rápido crecimiento económico ligado al avance de la
industrialización y el progreso técnico que intensificará el intercambio
comercial, un optimista escenario fruto de la consolidación en el poder de la
burguesía. En este contexto de expansión comercial surgen las Exposiciones,
que durante toda la primera mitad del siglo fueron nacionales, debido a que
casi todos los países europeos obstaculizaban el intercambio internacional como medida de
protección de los incipientes comercios locales. El primer país en romper las
barreras aduaneras sería Francia, donde las nuevas posibilidades de interacción
con el comercio extranjero se reflejan en las Exposiciones Universales.
No obstante, la primera Exposición
Universal tiene lugar en Londres en 1851. Se elige como sede Hyde Park y el
Crystal Palace es el innovador edificio que acogerá la muestra.
La importancia del Palacio de Cristal
no se debe a la solución de importantes problemas estructurales, ni tampoco a
la novedad de los procesos de prefabricación y a sus precisos detalles
técnicos, sino a la nueva relación que se establece entre los medios técnicos y
las finalidades representativas y expresivas del edificio. Las descripciones
contemporáneas insisten en la impresión de irrealidad y de espacio indefinido,
la sensación atmósferica de la arquitectura es definida por primera vez.
El edificio es obra de Joseph Paxton
(1803-1865), constructor de invernaderos y experto en jardinería. Sin duda la
ausencia de preocupaciones monumentales de Paxton frente a los arquitectos de
la época y las severas limitaciones económicas a las que fue sometida la
contrata fueron factores decisivos en el original resultado final.
La longitud total del edificio era
superior a 550 metros, frente a la estrecha anchura de 21,5 m. de la nave
principal. La composición del volumen, fundada en la repetición de un motivo
simple, puede parecerse aparentemente a los modelos de la tradición neoclásica,
pero en cambio existe un aspecto novedoso que cambiará para siempre los consolidados
modos tradicionales de la arquitectura. Así, las relaciones entre elementos y las dimensiones adoptadas
dan como resultado una impresión atmosférica del edificio, una extensión
indefinida no abarcable con la mirada, eliminándose la percepción de objeto
unitario y concluido.
La arquitectura se confunde con la luz en
una extensión indefinida y de alguna manera el contenedor desaparece para dar
protagonismo al contenido: el interior se califica de manera siempre mutable
por los objetos expuestos y las personas que lo visitan. La piel exterior,
compuesta exclusivamente de hierro y vidrio, configura una nueva relación
exterior-interior desconocida hasta entonces.
El Palacio de
Cristal británico se convirtió en un símbolo popular de la modernidad,
consiguiendo la aceptación mayoritaria
de la sociedad de la época, pero también críticas célebres como la de Fiódor
Dostoyevski en Memorias del subsuelo (1864), una especie de crónica de
la marginalidad del antihéroe, que se refiere a la indeseable armonía
artificial que simboliza el Palacio de Cristal, frente al caos y la
destrucción innatos a la condición humana.
Una armonía
artificial cristalizada en el edificio que abrió la puerta a la modernidad en
la segunda mitad del siglo XIX y que ha servido también de metáfora
contemporánea de la sociedad occidental.
El filósofo alemán
Peter Sloterdijk asimila la construcción del Crystal Palace con la
esfera protectora de nuestras ciudades climatizadas e higiénicas hasta la
extenuación. La sociedad occidental ha desplazado el mundo metafísico de los
primeros modernos por un gran espacio interior ligado al poder adquisitivo.
Nuestro primer
mundo quisiera refugiarse en un gran palacio de cristal, una cápsula defensora
como lo fuera el submarino Nautilus, pero con una lectura claramente
inversa. Si en la novela de Julio Verne, era el individuo en su misantropía el
que se protegía de la corrompida sociedad burguesa, en el planteamiento de
Sloterdijk la metáfora del gigante invernadero británico resguarda a la
sociedad occidental de un peligro exterior, la amenaza de los otros, un
enemigo marginal e idealizado. Este enemigo es la periferia, todo lo que queda
fuera del sistema de privilegio refugiado en una atmósfera climatizada con
energías fósiles y por tanto perecederas que pueden abastecer a un grupo de
elegidos durante un tiempo cada vez más limitado.
El aquí y
el ahora son la máxima de un primer mundo que se pone a salvo en su
refugio de cristal, que observa a través de la piel transparente un afuera
precario convertido en destino de una muy moralizante y tranquilizadora caridad
y cuya finalidad es ser objeto de paseo turístico. La periferia está allí simplemente para recordarnos que en
nuestro hábitat artificial la seguridad está garantizada y que es necesario
proteger la estructura a cualquier precio. Un saqueo silencioso desde el
palacio de cristal.
El capitalismo
liberal encarna la voluntad de excluir el mundo exterior, de retirarse en un
interior absoluto, confortable, decorado, suficientemente grande como para que
no nos sintamos encerrados. Y este deseo se concreta en el palacio de cristal
urbano, con sus calles peatonales y sus casas con aire acondicionado. Existe un
antecedente a la visión de Sloterdijk en las galerías y calles comerciales del
París de Walter Benjamin, en donde el régimen de Napoleón III expresó su
verdadera naturaleza tratando de transformar el mundo interior en una especie
de fantasmagoría: un gran salón abierto donde uno conecta con el exterior sin
estar obligado a salir de casa. Para Benjamin, también ése era el fantasma
burgués de base: querer disfrutar de la totalidad de los frutos del mundo sin
tener que salir del refugio.
La
transparencia del palacio genera la ilusión a los ciudadanos de la periferia de
poder participar de su confort y seguridad. El palacio se hace desear, se
propone como ideal de desarrollo para los perdedores de la Historia
ocultando las fronteras que los dividen, invisibilizando sus rigurosas medidas
de control.
"En burbujas,
esferas, incubadoras, invernaderos, donde el hombre se construye, se protege y
cambia", así define Sloterdijk la localización del habitante del primer
mundo, en una vida autoorganizada en espacios protegidos e inmunes.
Más de
un siglo y medio después, la confianza en la tecnología sobre la que se asentó
la narrativa de Julio Verne deja paso a una distopía, un escenario global en
grave desequilibrio, en el que la burbuja del primer mundo empieza a mostrar
inquietantes signos de quiebra. Es posible volver a imaginar una trayectoria
distinta del devenir de los tiempos, una aplicación de la ciencia tan utópica
como la que Verne se atrevió a imaginar, en la que el invernadero protector
hubiera llegado hasta nuestros días de una forma verdaderamente global a los
territorios, o tal vez, todo lo contrario.
La luz se
hizo tan rápidamente como se había extinguido, penetrando en el salón por dos
aberturas oblongas practicadas en las paredes. Las masa líquidas aparecieron
vivamente iluminadas por las efluencias eléctricas. Dos placas de cristal nos separaban del mar.
Sufrí un inesperado estremecimiento, a la idea de que aquella frágil pared
podía romperse; pero estaba reforzada y sujeta por sólidas armaduras de cobre,
que la mantenían y le daban una resistencia casi infinita (...). Pero en aquel
medio fluído que recorría el Nautilus, el fulgor eléctrico se producía en el
seno mismo de las ondas. Aquello, más bien que agua luminosa, era luz líquida.
[publicado en la edición en papel del nº 3 de la revista Jot Down, especial Julio Verne]